miércoles, 7 de julio de 2010

JUAN

La universidad fue para mí como una liberación, en todo el amplio sentido de la palabra, era la oportunidad de huir de mi casa, de las restricciones, de aquel pensamiento forzado que amenazaba con volverme loca en cualquier momento, y aunque pude liberarme desde mucho antes había algo que no me lo permitía, no era cobardía, no definitivamente ese concepto no iba conmigo, era más bien, aquel deseo de no lastimar sus corazones y las expectativas de mis padres y de no poner en peligro mi educación, sin embargo, al verme alejada de mi familia a diario era como volar.

Finalmente me gradué, no fue lo que yo esperaba, no tuve aquella sensación de plenitud que me imaginaba al principio, pero fue bueno, sin embargo…ahora entraba a engrosar las filas de los desempleados en el departamento, una más en la larga lista de hojas de vida solicitantes en un escritorio.

Donde muchas veces el instrumento usando para juzgar tu idoneidad es una pequeña foto de fondo blanco, después de casi un año de silencio, alguien no recuerdo exactamente quien, mencionó la posibilidad de trabajar, antes de escuchar el lugar ya había dicho que si, “El pez muere por la boca”

Colgué el teléfono y mire a mi madre remendar algo viejo, con aquel sentimiento de miedo mezclado con alegría le conté que me iría a trabajar, y por primera vez ella no pudo decir nada.

Esa tarde fui a la gobernación y firme mi nombramiento, bajo la clausula de año de prueba, una firma era suficiente para sellar mi destino y mi libertad.
Aliste mi maleta con incertidumbre, el pueblito a donde iría estaba lejos, realmente lejos, pero, ¿Qué tenía que perder? Fue lo único que le dije a Rosa, la única amiga que fue a visitarme la noche antes de partir quien lucho con el cierre de mi maleta ayudándome a cerrrala.

Apretujada en medio de dos señoras en aquel jeep acondicionado como transporte público veía por las ventanas como el paisaje de mi natal Cereté cambiada drásticamente, todo eran caminos polvorientos donde nos teníamos que detener por el paso de un grupo de cerdos que parecían no tenerle miedo al monstruo de metal que podía aplastarlos sin piedad.

Veía pasar a un lado del camino mujeres de una edad casi increíble montadas en burros entrepelados llevando grandes atados de leña, con tanta elegancia en lo recto de sus espaldas que habría jurado que podrían haber sido reinas de una época perdida.
Definitivamente mi imaginación y la literatura seguían persiguiéndome.

Me baje de aquella lata de sardinas en medio de la bulla de mis compañeros de viaje, a todo ellos alguien salía a recibirlos, pero a mí no me esperaba nadie, sentía todas las miradas sobre mi espalda cuando saque de mi bolsillo el pequeño papelito donde se me indicaba el nombre del colegio donde trabajaría.

Le pregunte al conductor si sabia donde quedaba el colegio, me indico que estaba casi en la otra punta del pueblo, en una casa me ofrecieron un vaso de agua de panela con limón y una mecedora que sacaron con amabilidad mientras llamaban a gritos a un niño descalzo y piponcito para que me acompañara a la escuela.

Aquel pueblo parecía una alegoría mística, una calle polvorienta y reseca y ambos lados un conjunto de casas con techo de palma y cerca de palitos, la gente asomada en las ventanas ejerciendo el milenario oficio del chisme, los pavos, las gallinas y los cerdos desfilando libres por las calles junto con unos niños que empujaban un palo de escoba con un atapa de tarro de avena por rueda.

- ¿Usté es la profesora?
- Si.
- La escuela ha estado sola casi un año, ¡Debe estar feo seño!
- No importa.

El niño me dejo frente a una escuelita casi en ruinas, empuje la oxidada puerta de hierro y entre enredándome con un montón de cartones viejos.

- ¡Dios mío!

Camine por el patio arrastrando mi maleta, la pequeña campana colgando del inmenso mango a un lado del patio, los salones desocupados con las sillas montadas sobre los escritorios llenos de telarañas y polvo.

El viento de la tarde soplaba como el murmullo de los espectros que seguramente habitaban aquel lugar.

- ¿Qué hice con venir para acá?

Una pequeña puerta de hierro se mecía entre abierta al fondo de la escuelita, pase empujándola cuidadosamente encontrándome con un pequeña casita de venas y techo de palma, “Alojamiento de profesores”, decía en una pequeña tabla que colgaba de la puerta, allí me quede aquella primera noche sin quitarme ni la ropa ni los zapatos, sorprendentemente aquel lugar me pareció tan apacible y tranquilo que dormí como una piedra sobre una cana de lona que encontré recostada a la pared.

Era sábado, me levante, y explore todo, barrí la casa con el rumor de las varitas rozando el suelo de tierra, sacudí el polvo y acomode mi ropa en un hermoso closet de grandes espejos, abrí las ventanas y deje entrar la luz, suspire y sonreí.

La concina estaba fuera de la casa, era una pequeña enramada cercada de delgados palitos ennegrecidos por el humo, con una hormilla de barro y una gran tinaja montada en un mueble de madera con muchos vasitos colgando de sus orejas.

Al fondo del patio estaba el baño, un pequeño espacio cercado de palma con una cortina de flores que se mecía con el viento, el piso era rustico y desgastado, un solitario y minúsculo sanitario estaba a un lado acompañado de un tanque de plástico azul.
Saque agua del pozo, me espanto la profundidad de aquel hueco tapizado de piedras cuando arroje el balde a sus profundidades atado por una cuerda para sacar agua.
Con ocho viajes llene el tanque y me bañe a totumadas, regresé envuelta en una toalla y me vestí para ir al pueblo a comprar cosas para la casa.

Caminaba bajo el sol de la mañana cuando sentí un raro escalofrío en la espalda.

- ¡Buenas, seño!

Y me encontré con unos hermosos ojos negros como el carbón que le pertenecían a un hombre alto y delgado que iba sobre un caballo gris.

- ¡Buenas!
- ¿Ya se acomodo?
- Si…
- Perdone, soy Juan Lara.
- ¿Como el espanto?
- Si, mas o menos.

Fue cundo escuche su risa por primera vez, aquel sonido se quedo resonando en mi mente todo el día.

- Va para el pueblo.
- Si.
- ¿Puedo llevarla?
- Le agradezco mucho pero ya estamos cerca.
- En todo caso profesora, fue un placer conocerla.

Se despidió y lo vi tomar un sendero que no había visto la primera vez y despareció.


La gente del pueblo me saludo con cariño, era como si me conocieran de toda la vida, un cariño sincero y muy diferente a todo lo que había visto, algo muy parecido a lo que se siente con la familia.

En la tienda me regalaron arrancamuelas y bolitas de tamarindo, una señora me hablo de su hijo y de lo feliz que estaba de que volviera la educación al pueblo y me regalo una gallina copetona con tres pollitos.

La gente sonreía, eran felices, sin luz, sin agua, sin transporte, sin gas, sin teléfono, mientras caminaba por aquella calle sin pavimentar sentí como si el tiempo retrocediera casi setenta años llevándome consigo.

Las mujeres usaban vestido y el cabello largo recogido con peinetas color carey, los hombres usaban sombrero vueltiao y abarcas, todo era tan…tropical y mágico.

En el camino de regreso me acompaño la hija del dueño de la tienda, íbamos mantadas en un solo burro y detrás de notros otro iba cargando en dos cajones de madera acomodados a lado y lado todo lo que había comprado.

Se despidió de mí con aquella misma familiaridad y me dejo en la entrada de la casa donde encontré a un morrocoy de ojos húmedos y pintas amarillas en toda la puerta.

- ¿Y tú qué haces?

Alargo su cuello de dinosaurio y bostezo.

- ¡Ven, hay espacio para ti también!

Entre, solté la gallina y saque a los pollitos de la caja conde los traía y los deje libres en el patio, el morrocoy con su paso veloz entro en la casa y se quedo debajo de la mesa.

Era medio día y aun no había logrado encender el fogón de leña, tenía los ojos rojos y los pulmones secos de tanto soplar inútilmente cuando tocaron la puerta.

- ¡Un momentico!

Grite alisándome el pelo.

- Profesora, le traía esto...

Era Juan, el extraño caballero, vestido con una impecable camisa blanca y un pantalón café claro con un paquete en las manos.

- … se le quedo en la tienda.
- Aaaaa, gracias, que pena, siga.

Juan me sonrió y entro, casi podría asegurar que ese extraño brillo de sus ojos era sobrenatural pero en aquel entonces no creía en esas cosas.

Y aun no lo creo, pero… como persona académica, pensante y de carácter sosegado decidí asumir lo sucedido como un capitulo apócrifo de mi vida.
Y así se quedara.

Me siguió hasta la cocina y vio el fogón ahogado con leña, plásticos, cartón, papel de regalo y carbón, sus ojos volaron hasta el pequeño frasco con gasolina al pie de la hornilla y sonrió.

- Piensas prender el fogón con todo eso.
- En realidad estaba planeando rociarle gasolina y tirarle un fosforo cuando usted llego.

Me sentía realmente incomoda con aquel hombre, era como si mi instinto de conservación estuviera gritándome a voz en cuello que corriera lejos de él, pero enigmáticamente estaba tan fascinada con sus ojos que hasta pude haberle rogado que…se quedara.

- ¿Quieres ver algo increíble?
- ¿Le pondrás luz eléctrica al pueblo?
Su risa resonó como si saliera del fondo de un cántaro vacio haciéndome temblar las rodillas.
- No, no será tanto.

Comenzó a sacar toda la basura de la hornilla dejando un solo leño, puso su mano y este comenzó a crujir, se estremeció como si tuviera vida propia y se encendió.

Retrocedí aterrada para en menos de un parpadeo encontrármelo frente a mí, pálido, con un extraño olor a tierra húmeda.

- Me gusta profesora Amelia.

Se deslizo por mi lado y salió de la casa sin despedirse, dejándome helada y confundida.

Esa fue la primera noche que soñé con Juan, y nuevamente a la otra noche, y a la siguiente y la siguiente también, comencé a verlo reflejado en el agua del pozo, en el plato de la sopa, en los espejos, parecía que los ojos de los animales fueran sus ojos, que la brisa fuera su voz, vivía sobresaltada esperando a que volviera a aparecer, aunque aquello no era necesario porque estaba convencida de que Juan estaba presente, allí, en cada rincón de aquella casa y lo peor de todo es que no deseaba irme.

Comencé las clases con unos pocos alumnos de grado quinto después de que la gente me ayudo a arreglar un poco la escuela y limpiarla, pero seguía intranquila, me sentía cansada y me veía fatal, hasta el punto de que mis alumnos me preguntaban si estaba enferma.

Enferma, ese no era el concepto pero para dejarlos tranquilos les respondía que estaba con la virosis.

El viernes cuando despedía a los alumnos, allí estaba él, en la puerta de la escuela, en el mismo caballo cenizo de aquel día, los niños pasaban por su lado, como si no estuviera allí.

¿Lo estaba?

Me hizo un gesto con la mirada y mis pies caminaron hacia él.

- ¿Como estas?
- Bien
- ¿Vienes conmigo?
- ¿Tengo alternativa?
- Realmente no.

Su carcajada resonó en el aire como el estruendo de un trueno en mitad de la noche, se inclino hacia mí, me tomo de la cintura y me subió al caballo junto a su pecho.

- ¿A dónde vamos?
- Eres la primera que pregunta.
- ¿Ha habido muchas?
- Si, especialmente en el siglo pasado, en aquella época las mujeres eran más crédulas.

Un extraño olor me despertó de aquella ensoñación producida por su voz, era como el olor de la tierra después de ser quemada, estaba en una cueva, en penumbra y Juan estaba conmigo, había traído flores y las tenía a mis pies.

Sus ojos estaban fijos en la intensa luz del atardecer a la entrada de la cueva y me hablo.

- Debo pedirte algo.
- ¿Qué?

Su poder en aquel espacio tan pequeño era a la vez tan grande que hasta mi vida le hubiera entregado si eso hubiera querido, solo hasta después me di cuenta que ese era su primer propósito, pero había cambiado de idea.

- ¿Eres escritora?

Me levante sacudiéndome una delgada capa de cenizas de mi vestido azul inquieta por su pregunta, no tenia forma de saberlo, perdón, si era lo que yo creía, tenia los medios para saber aquello y mucho mas de mi.

- No podría afirmarlo con seguridad, escribo cuentos desde hace unos años, he mandado algunos a una editorial pero nunca me contestaron, pero de allí a decir que soy escritora… no sé.

La imagen de Juan comenzaba a hacerse difusa como si poco a poco se desvaneciera frente a mis ojos.

- Quiero que escribas sobre mí.
- ¿Y qué debo escribir?
- Lo que tú quieras que soy malo, que soy bueno, lo que tu creas…que me robo las muchachas en los pueblos, que aparecen a los días afirmando que un espectro se las llevo, que me enamoro pero estoy condenado a no ser correspondido porque durante toda mi vida me dedique a jugar con el corazón de las mujeres, que las controlo y resultan haciendo cosas increíbles por mi influencia, todo depende de ti.

Juan se deslizo flotando a mi alrededor murmurando a mi oído.

- Que después que las dejo, jamás me vuelven a ver.

Y despareció rozando su nariz gélia por mi hombro susurrando mi nombre.

- Amelia, la escritora.

Sentí como si mi corazón se hubiera roto, me sentí abandonada, como si aquel ser que acababa de desaparecer lo hubiera conocido de toda la vida, camine toda la noche por aquel camino solitario en medio de los sonidos de la noche pero no tenía miedo, lo que me había pasado era demasiado grande como para seguirle temiendo a la oscuridad.

Llegue a la casa, la puerta seguía abierta, la empujé un poco rompiendo el velo de la noche con el chirrido oxidado de las bisagras, encontré rápidamente los fósforos en la oscuridad y encendí una vela, tome un cuaderno y un lápiz de mi habitación y comencé a escribir subiendo los pies sobre la espalda del morrocoy.

Lo titule “Juan”

Y comencé así:

“La universidad fue para mí como una liberación, en todo el amplio sentido de la palabra, era la oportunidad de huir de mi casa…”

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