De antemano sabia que todo estaba perdido.
Y aun ahora que marchamos me sigue pareciendo mentira lo que sucede.
¿Cómo fue que llegamos a esto?
Solo unos días antes, la vida era tan diferente, tan clara, con tantas esperanzas en la vida y ahora la única esperanza es no recibir un tiro de algún loco en una azotea, atrás habían quedado las esperanzas de todos en especial las mías.
Aun me parecía escuchar las teclas del piano en el aire, me parecía ver el reflejo del sol entrando por la ventana... hasta que entraron por mi.
En la nieve, marchando, uno detrás de otro, sentí como el ventarrón frío intentaba meterse en mis huesos y lo más triste es que lo lograba, recordé mis días de niña, la escuela, la profesora de piano, la instructora de ballet, el gran lazo rojo que mi madre anudaba en mi cabello y en de mis hermanas, ahora seguramente el piano yacía gimiendo me medio de la sala cuando las paredes se estremecen por las bombas.
¿Cómo había pasado esto?
¿Que había hecho yo, o el que marchaba delante de mí, o la mujer que marchaba detrás?
Ninguno de nosotros había hecho nada.
Pero así era esto.
Vivir se convertía en una opción que deseas pero había momentos en los que te preguntabas para que te sigues aferrando a ella si tal vez en media semana estarían haciendo botones con tus huesos, mis manos estaban moradas por el frío, en vano intentaba calentarlas con mi aliento, recordé también las clases de canto, cuando la maestra con su peinado estirado y su moño de tul me decía:
- Un tono mas Sara, un tono mas alto.
Ya todo eso no valía de nada, todo aquello que me hacia sentir orgullosa de mi misma ahora no era mas que un impedimento para mi supervivencia.
Un disparo me saco de mis ensoñaciones, de mis recuerdos, aquella era la única forma de salvar mi alma de tanto dolor y tanta muerte a mi alrededor, y también, la única forma de levantar la mirada y verlos con odio, hasta por eso nos mataban, por una mirada.
¡Que irónico!
Hacia solo unos meses ellos, se hubieran muerto por una de mis miradas en la calle, tan segura estaba entonces de mi belleza y ahora no era mas que una rosa marchita y sucia tirada en una calle bajo las cadenas de los tanques y las águilas de un hombre que se creía superior con un poder de convencimiento tan grande que había hecho creer a todo un país que así era, a los suyos y a los nuestros.
No había opción de rebeldía, no podía haber levantamientos, como corderos éramos conducidos a los hornos y a las jaulas de alambre de púas resignados con el pensamiento de que nuestra raza estaba destinada a sufrir.
Aun llevaba el vestido de seda, los botines de terciopelo y el abrigo de pieles grises, a lo lejos fuera de la fila una niña pequeña lloraba y trataba de explicarle a los soldados donde estaban sus padres, el perro del soldado la miraba con hambre, hasta habían enseñado a los animales a comer nuestras carnes.
Había escuchado tantas cosas durante el viaje, que no sabia cuantas eran ciertas, pero solo le temía a una, al igual que todas las mujeres, las jóvenes, ancianas, niñas, todas le temíamos a lo mismo, aquello que sobre pasa hasta a la misma muerte para una mujer orgullosa.
Aunque ahora el orgullo lo tenia en las tripas.
Muy cerca del suelo como mi rostro cuando tropecé con una piedra y caí.
- ¡Quiero morir!
Lo dije de tantas maneras en mi mente cuando me obligaron a levantarme, eran unas manos grandes y frías como todas las de ellos.
Lo mire a los ojos.
- ¡Camina!
Y me empujo para que me uniera de vuelta al grupo y siguiera mi marcha, una hora después habíamos llegado finalmente a la estación del tren.
Los soldados blandían sus fusiles como si fueran extensiones de sus brazos, amargos instrumentos de destrucción, destrucción sin sentido, sin razón, casi ni parecían humanos.
Nos filamos en el mismo orden de la marcha, todos se paraban frente a una pequeña mesa donde un soldado anotaba los nombres en un gran libro de contabilidad, a lo lejos, de pie un grupo de oficiales fumaba y hablaba en alemán, decían que el clima estaba muy malo y que era un gran problema lo de los papeles falsos.
- Yo solo quisiera volver a Viena.
Alce la mirada y me encontré con unos ojos tan claros y cristalinos que parecían agua en un vaso, mirándome, atento a todo lo que yo hacia.
Me miraba a mi, casi podía sentir como su mirada me tocaba, sus ojos taladraron mi alma casi hasta causarme un dolor real, mas real que el frío que azotaba mi rostro.
Me preguntaron mi nombre y mi apellido y lo anotaron junto con los demás, fui la ultima, la ultima que anotaron en aquel libro, al cerrarse vi brillar la estrella de David en la tapa y quise llorar, pero no haría delante de ellos.
En el tren, nadie hablaba, nadie hacia otra cosa diferente a respirar, todos estabamos simplemente allí, simplemente esperando, a que el tiempo pasara frente a nuestros ojos de la forma más bondadosa posible.
- Un solo tiro en la cabeza, seria lo más benévolo, pero no me lo darán, a menos que lo busque.
El atardecer caía y su luz entraba por las ventanas del tren iluminando el rostro de una mujer, agachada contra la pared de madera del vagón, ella se mecía de lado a lago tarareando una vieja canción de cuna, la vieja canción de cuna de nuestros padres, nadie se quería acercar a ella, era una mezcla de compasión y dolor lo que no le permitía a nadie sentarse a su lado.
Me acerque a ella, me senté a su lado, ella giro la cabeza hacia mi y me miro un instante, no hablo, no me dijo nada, solo me miró, y rompió a llorar.
No con gritos, sin aquella explosión de dolor que se espera en una mujer desesperada, solo recostó su cabeza contra mi hombro escondiéndose de la vista de todos y lloro, sus lagrimas calientes quemaban mi alma, no me di cuenta en que momento mi mano se fue hasta su mejilla y en silencio la consolé.
No sabia porque lo hacia, solo me quede allí, era joven, solo me sobrepasaría en algunos años, el vaivén del tren y el sonido de su infernal maquina me recordaba que todo era real, una realidad que te adormecía los sentidos y te dejaba golpeado y casi sin sentido, ella se deslizó por mi pecho y callo sobre mi regazo con las manos a la altura del pecho como guardando algo.
Acaricie sus cabellos, pense que estaba dormida, pero no, estaba despierta, en una especie de conciencia nublada y dolorosa que se siente cuando un gran dolor, uno del alma sobrepasa el dolor físico, ella se levantó y me miro en silencio.
Abrió sus manos ante mis ojos... era... la pequeña y rosada manito de un bebe lo que guardaba con tanto esmero contra su pecho.
Fue la primera vez que llore desde que todo comenzó.
Y también la ultima.
Me quede a su lado observando como aquella mujer, de la que no sabia ni siquiera el nombre se aferraba a lo único que le quedo de su bebe cuando los soldados lo arrebataron de sus brazos.
Al bajar del tren la vi perderse en la multitud y después un gran alboroto.
- ¿Que llevas?
Silencio.
- ¿Que ocultas?
Silencio.
Un disparo sonó, y todo se apartaron abriendo un gran circulo, mi corazón se paralizo, de algún moda sabia lo que había pasado, por entre los pies, de la gente y las botas de los soldados vi su rostro destrozado y bañado en sangre, aun tenia las manos empuñadas contra su pecho.
Estabamos frente a los barracones, una al lado de la otra, como carne que cuelga de un gancho nos examinaron una por una.
- Esta.
Levante la vista y comprendí que se referían a mí, rece tan rápido como pude cuando me tomaron del codo y me subieron a un camión me tiraron de un solo empujón que me llevo hasta el fondo.
Yo sola.
Detrás de mi, subieron dos soldados mas que me observaron todo el camino, no sabia a donde iba, ni porque me habían sacado del grupo, allí en ese rincón temblaba de angustia y de miedo con las manos agarradas una con la otra entra mi pecho.
Comprendí entonces que me parecía a aquella mujer, en el tren.
Cerré los ojos y me abandone... ¡Qué mas podía hacer!
Tal vez, me dormí...
Tal vez morí...
Al abrir los ojos, la luz me lastimo, no sabia donde estaba, mire a mi alrededor era una estación de trenes con pocos oficiales y soldados armados, baje temerosa del camión fijando la vista en el hombre alto que estaba de espaldas hablando con otros oficiales cerca del tren, sus botas negras y brillantes estaban sobre un charco de agua sucia y les hablaba con autoridad.
Me empujaron para que caminara más rápido hacia él, sus hombros se tensaron cuando sintió mi cercanía y se giro.
Era el, estaba segura, el reflejo de sus ojos de cristal y el tono perlado de sus mejillas me sorprendieron tanto hasta dejarme inmóvil frente a el.
- ¡Déjennos!
Les ordeno y todo le obedecieron, se acerco a mi con una fusta en la mano y la gorra sostenida contra su costado, en su pecho brillaba una gran cruz negra que pendía de una cinta púrpura, aparte el rostro y trate de ocultarlo con las manos cuando vi que levanto la mano.
Pense que iba a azotarme el rostro.
Mi corazón se detuvo un instante cuando se quito uno de los guantes y acaricio mi mejilla con la mano desnuda, abrí los ojos hasta mas no poder respirando por la boca, mi corazón amenazaba con salírseme del pecho cuando me sonrió.
Me entrego en silencio un papel pequeño doblado por la mitad, tomo del codo y me condujo hasta la puerta del tren, sus botas se hundieron en el fango cuando me tomo de la cintura y me subió al tren.
Yo seguía temblando.
Sus ojos se fijaron a los míos como si me conociera de toda la vida, como si su vida dependiera de la mía y no al contrario, como si me debiera un gran favor, era una mirada de gratitud, una mirada de esperanza que no comprendía en el rostro duro de un alemán.
Me sentí desnuda ante el, como si pudiera ver directamente en mi alma y comprender el dolor que había en ella, miró alrededor y apretó los labios, casi podía escuchar como su corazón latía detrás de su pecho en ese momento igual que el mío.
Sus manos eran como el hielo cuando tomaron mis muñecas con rudeza atrayéndome hacia sus labios chocando con fuerza, las lagrimas bañaron mi rostro mientras el me besaba con tanta fuerza que me lastimaba.
Sus manos se deslizaron por mi piel liberándome, me sonrió de nuevo y se quito la medalla que colgaba sobre su pecho y me la entrego.
Cerro los ojos con fuerza y se fue dándole la orden al maquinista para que el tren partiera, confundida y aterrada me senté y sentí en mis huesos en roce del tren con los rieles metálicos que me conducirían hacia la libertad.
Cuando por fin la angustia me dejo abrir el papel que me había dado lo comprendí todo.
“Te pareces tanto a ella”
La cruz de hierro que llevaba en mi otra mano sujeta a la cinta púrpura brillo con las luces del ocaso.
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